
Trujillo – Huanchaco. Parada: un pedazo de cielo
Por: Claudia Herrán
12km Subirse a la bicicleta, activar las alas en modo automático, agitarlas, elevarse, sentir cómo el abdomen se convierte en una suerte de motor con sus decenas de tuercas bien puestas. Seguir subiendo.
Impulsarte con una de las nubes, la más coposita, el viento golpeando la cara, las piernas a las que ya no es necesario decirles que pedaleen. Entrar en modo automático. Y es que si ya recorriste la mitad del camino estas funcionan con cerebro propio. El cabello peinado; poco a poco, despeinado, feliz quemado por el sol, sonriente por la ducha de calor.
Si ya llegaste a la estratósfera, acomodar el sistema respiratorio a la falta de oxígeno es todo un reto, detener la bicicleta para adaptarse, bajarse sobre una nube blandita mientras refrescas la garganta con un poco de agua (qué poca, mucha, toda la botella si es posible). La nube que se ríe fresca, es igualita que un algodón y, sobre ella, alguien quien algún día partió de esta dimensión. «¿Subes, papá?», le pregunto. «Dale, ¡vamos!», responde.
Yo pedaleo, él agita las alas, el paseo y ruta son perfectas. Cantamos un poco, «Celebra la vida», de Colplay.
Es hora de despedirse de su compañía. Estamos a punto de llegar al destino. Mi padre se despide, y desde la nube desea buen viaje. Viene la bajada ansiada de todo ciclista, que también se disfruta.
La arena que se convierte en autopista, el salpicón de agua salada que refresca las piernas y los pedales de Alma, mi bicinera, mi bicicleta bailarina de marinera. El encuentro silencioso con el agua de mar, su presencia que se le parece a una tierna caricia.
Hemos llegado.
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